Si vivieras aquí

Martha Rosler (en Modos de hacer. Arte crítico, esfera publica y acción directa, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2000)

Al pasear un día de estos por cualquier ciudad es muy posible que nos encontremos con gente viviendo en la calle. Independientemente de lo lim pia, elegante o cuidada que esté, es muy probable que una ciudad tenga este tipo de población. Al hablar de las personas sin hogar o del chabolismo no nos estamos refiriendo sólo a ciudades como Lima o Soweto, sino a cual quier urbe de Estados Unidos o Inglaterra, a Moscú o a Varsovia. Es un hecho incontrovertible el que en los albores del siglo XXI mucha gente se ve aún abocada a vivir en la calle. ¿Cómo es posible que esto ocurra cuando los medios de comunicación no paran de celebrar el triunfo de nuestro modo de vida occidental? ¿Qué puede hacerse al respecto?’

A pesar de que millones de personas de todo el mundo carecen de un hogar estable contra su voluntad, muchas de ellas nunca aparecen en las esta dísticas. El llamado Tercer Mundo está repleto de gente sin la esperanza de lograr un día un alojamiento adecuado. La carencia de hogar o la infravi vienda es la situación normal en muchos países cuya población rural se ve forzada a migrar a las ciudades, donde existe la única oportunidad de encon trar trabajo, aunque a menudo por debajo del nivel de subsistencia. El deno minado “ejército laboral de reserva” se hacina en campos de chabolas o en condiciones de vida deplorables.

Estos campamentos se aceptan como rasgos permanentes de la vida en el Tercer Mundo; pero la vida en ellos está caracterizada a la vez por la repre si0n y la constante amenaza de su destrucción por parte de las autoridades. En muchos lugares, como en la Sudáfrica del apartheid, tales campamentos se toleran ‑a pesar de que se consideran indeseables nidos de polución‑ por pura necesidad política, aunque sometidos siempre a un estricto control y vigilancia, y sus habitantes no se consideran gente sin hogar. En estos luga res también existen individuos sin techo: huérfanos, adolescentes fugados de casa, inmigrantes recién llegados, gente sin las relaciones necesarias como para encontrar un lugar seguro donde vivir, alcohólicos o discapacitados mentales y otras categorías de “indeseables”. Este contingente constituye un problema policial y son frecuentemente objeto de asistencia social o de evan gelización, pero el interés que despiertan no va mucho más lejos, pasando a constituir en la práctica parte del escenario urbano.

En el Primer Mundo, estos contingentes problemáticos (entre los que se encuentra la persistente población okupa de las ciudades europeas) fueron reducidos y desplazados durante el periodo de posguerra dotándose a la población, tanto a la integrada y socialmente productiva como a la mental o físicamente discapacitada, de una residencia subsidiada por el Estado, aun que en algunos casos fuera precaria. Sin embargo, durante las dos últimas décadas los cambios de política económica operados ante todo en Estados Unidos y Gran Bretaña han producido tal número de población desplazada que el problema de las personas sin hogar ha vuelto a ser preocupante. Este proceso, aunque ralentizado en el Segundo Mundo (el antiguo Bloque del Este) por el socialismo de Estado, ha emergido recientemente en Europa central y la antigua Unión Soviética.

En el mundo desarrollado las personas sin hogar se han convertido en una realidad sociopolítica considerable en las últimas dos décadas. La per sistencia de tal situación aparentemente inestable dota de una cierta lógica inexorable al tratamiento del problema como si fuera una cuestión de plani ficación urbana, de diseño estético u otras consideraciones arquitectónicas. Muchas de las directrices del urbanismo de postguerra (incluida la carencia del mism0) pueden interpretarse corno métodos para neutralizar problemas de desorden urbano tales como el desplazamiento poblacional, la delincuen cia callejera o los disturbios urbanos por otros medios que no fueran el faci litar a la gente una vivienda o de asegurarle un sueldo digno. Sin embargo , no fue hasta los 80, bajo la administración Reagan, cuando en Estados Unidos se decidió abandonar definitivamente estos fines sociales. Como res puesta a los disturbios callejeros de los años 60 una parte importante del urbanismo postmoderno ‑la creación de fortalezas urbanas para las personas privilegiadas es el mejor ejemplo‑ refleja y reproduce la creciente preocupa ción pública por el desorden ciudadano. Aunque la página editorial que el New York Times dedica periódicamente a las personas sin hogar se titula “La nueva Calcuta” el problema en Estados Unidos es muy diferente al que se puede dar en el Tercer Mundo, donde, entre otras cosas, la vida cotidiana está mucho menos enredada en la trama monetarista. El presente texto se concentra en las personas sin hogar y en los factores que provocan su situa ción en Estados Unidos.

Las personas sin hogar y la forma de la ciudad

La ciudad ha de considerarse tanto una entidad material como una serie de procesos o de principios rectores. La ciudad, cualquier ciudad, es un conjunto de relaciones a la vez que una concentración de construcciones: es un lugar geopolítico. Más que una simple intersección de representaciones en conflicto, la ciudad está compuesta de múltiples realidades que raramen te se cruzan y que cuentan desigualmente en los modos en que la sociedad se representa así misma. La ciudad es un lugar de creación de significados productivos; un espacio que es asimismo producido, tal como apunta el filó sofo social francés Henri Lef’ebvre:

“El espacio entra en su totalidad en el modo moderno de producción capitalista: se utiliza para producir plusvalía… La fábrica urbana, con sus múltiples redes de comunicación e intercambio, forma parte de los medios de producción… El capi talismo y el neocapitalismo han producido tanto nacional como internacionalmente un espacio abstracto reflejo del mundo de los negocios… En este espacio, cuna de la acumulación, lugar de la riqueza, objeto de la Historia y centro del espacio histórico, la ciudad ha hecho eclosión”.

En otras palabras, a pesar de que a primera vista pudiera parecer un cúmulo de estructuras heterogéneas alineadas mediante calles y avenidas, la ciudad no es sino la imagen de la realidad económica de la sociedad que la ha producido. Antiguamente, los talleres de producción manufacturera esta ban inmersos dentro de la trama urbana. Actualmente, la economía esta dominada por megacorporaciones encaminadas a la creación de beneficios más que a la de productos, conectando con prácticas de venta rápida a esca la global. Éstas sitúan el lugar de producción en un sitio, la planta de ensam blaje en otro, yendo de un lugar a otro del mundo según la mano de obra sea más barata y los impuestos y tasas de la seguridad social más bajos. Entre tanto, en Estados Unidos la explotación de los individuos en el mercado negro de trabajo, a menudo inmigrantes sin papeles y en su mayoría muje res y niños, ha vuelto a una escala inaudita desde la época clásica del abuso laboral a comienzos del siglo XX. Estas discontinuidades tan exageradas, propias del mundo postmoderno, han dado un giro irónico al viejo eslogan que afirma que “las calles pertenecen al pueblo”. Hoy en día, la calle se ha con vertido en un ámbito imaginario.

Fredric Jameson, en su influyente ensayo “Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism” (El Postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo avanzado), diseñó un modelo teórico de ciudad postmo­derna. Su monumento paradigmático es el Hotel Bonaventure de Los Angeles, que él describe como “representación imposible del espacio del nuevo mundo del capital multinacional”. Según Jameson, el hotel era un mundo interior en el que quedaban excluidas las bases de la realidad externa.

Corrigiendo los elementos social y económicamente reduccionistas del argumento de Jameson, el artículo de Mike Davis “Urban Renaissance and the Spirit of Postmodernism” (El renacimiento urbano y el espíritu del postmodernismo) señala hasta qué punto el Bonaventure es un ente extraño en el centro urbano de Los Angeles. De hecho, el vasto nuevo complejo Bun ker Hill, del que forma parte el Bonaventure, está literalmente separado por murallas de una ciudad cada vez más tercermundista y proletaria. Escribir, como hace Jameson, la historia del postmodernismo, es decir, de la vida contemporánea teniendo en cuenta únicamente la vida y la expe riencia de los ricos y privilegiados, como mínimo significa dar una visión parcial de la historia .

El postmodernismo, tal como lo inscribe en la ciudad la clase domi nante, se caracteriza por el desarrollo de fortalezas de gran altura. John Port man, el arquitecto y constructor del Bonaventure, se inició con el Peachtree Plaza de Atlanta, una ciudad cuyo rehabilitado centro urbano ha merecido el sobrenombre de “la fortaleza”. Tales fortalezas contienen hoteles, oficinas, residencias y museos ‑como el nuevo museo de arte contemporáneo de Bunker Hill‑ destinados a alojar y entretener al sector profesional y ejecutivo desgajado del entorno del decadente centro urbano.

El concepto de fortaleza está relacionado con el de frontera. El geógra fo urbano Neil Smith ha tratado por extenso el concepto de frontera en tanto metáfora del crecimiento urbano. El mito fronterizo ha estado opera­tivo en la vida estadounidense desde el comienzo, pero sólo recientemente se ha abierto paso en el discurso “gentrificador” de los países desarrollados de todo el mundo. Según esta metáfora, el centro de la ciudad es a finales del siglo XX una nueva frontera urbana y quienes lo habitan son “nativos” en espera de ser desplazados por “pioneros urbanos”, héroes populares de nues tros días. Neil Smith señala que la frontera de hoy en día es una frontera del beneficio: “mientras que la frontera del siglo XIX significaba la culminación de la expansión geográfica absoluta como expresión primaria de la acumulación de capital, la gentrificación y la rehabilitación representa el ejemplo mas acaba do de rediferenciación del espacio geográfico dirigido hacia ese mismo fin”.

En el periodo de transición de los años 60, los campus de las nuevas universidades y los edificios públicos de Estados Unidos comenzaron a parecerse a fortalezas diseñadas con el fin de controlar a los estudiantes en un caso y repeler las revueltas urbanas en el otro. Recientemente se ha llegado a la solución mucho más sofisticada de evaporar todo aquello que tradicional mente se definía como espacio público. Las fortalezas urbanas no comprenden ya edificios aislados sino zonas enteras (el Bunker Hill de Los Angeles, el Battery Park de Nueva York) o centros urbanos (Atlanta) ocultando su carácter de fortaleza al diluirse inocentemente en el plano de la ciudad, para petándose tras pomposas fachadas o dentro de patios de palmeras que escon den sofisticados medios de vigilancia invisibles. La discontinuidad espacial y el desdibujamiento de los límites, junto con la dispersión de los centros de producción industrial y de imágenes, son los rasgos definitorios de la socie dad postmoderna. La discontinuidad aparece como una disolución de los límites entre vida privada y pública, tema éste sobre al que volveré más tarde, una eliminación que, intencionalmente o no, permite un control social mayor, aunque éste sea menos agresivo. Antiguamente, incluso en las épocas en que el mito de la social civil estaba salpicado periódicamente por revueltas y delincuencia urbana, la buena sociedad podía disfrutar con cierta seguridad de la calle y de las insti tuciones públicas gracias a una adecuada acción policial y al funcionamiento de mecanismos sociales de segregación de clase y raza enormemente efec tivos. La sociedad contemporánea, debido a los cambios producidos en los flujos de información y población y a su adhesión de iure a un ideal igualitarista ‑al menos en el consumo‑ carente de una base económica que per mita su puesta en práctica, ya no sanciona aquella versión de la cadena del ser por la que cada uno ocupaba un lugar fijo y reconocible. Es más, tal como ejemplifica el discurso de Margaret Thatcher, los llamados conserva­dores desafían la noción misma de sociedad:

“Pienso que hemos pasado una época en la que se ha dado a entender a la gente que si tenían un problema ahí estaba el gobierno para solucionarlo: si estoy en dificultades me darán una subvención, si no tengo casa, el gobierno me dará cobijo. Proyectándose así los problemas sobre la sociedad. Pero tal sociedad no existe, sólo existen hombres, mujeres y familias” (Margaret Thatcher, en Woman- Own, 31 octubre 1987).

Aunque la teoría social del marxismo se tambalea no se puede rechazar del todo el análisis que hace Marx de los efectos de la capitalización de la fuerza de trabajo. Según se desprende de la paulatina transformación de todo valor social en valor monetario descrita por Maix, aquello que sustituiría finalmente a la sociedad sería, sin duda, el dinero. En esta misma línea de destrucción de los valores sociales el homólogo de Margaret Thatcher, Ronald Reagan, definía Estados Unidos como aquel lugar donde cualquiera podía hacerse rico. Lo que la sociedad no da puede y debe comprarse.

La disolución del ideal de “sociedad” ha traído como consecuencia no sólo una apatía ciudadana puesta de manifiesto en el creciente absentismo electoral, ‑particularmente agudo en la gente de color, lo que refleja la acción de factores raciales a la par que económicos‑ sino también una des trucción de los principios de responsabilidad y justicia social, corolario del colapso de la esfera pública. Lo que se está operando aquí no es sino una justificación de la creciente división entre ricos y pobres, entre quienes han nacido con todos los privilegios y quienes son cada vez más excluidos de los mismos. Esta nueva visión de la sociedad se manifiesta claramente en una táctica muy común en la planificación de los centros urbanos. Con el fin de revi talizar los barrios comerciales del centro, muchas ciudades estadounidenses han construido pasajes elevados: galerías comerciales suspendidas entre los edificios que conducen a atrios repletos de servicios, bancos y hoteles. El centro de Toronto está repleto de tales pasajes ‑elevados y bajo tierra interconectados por el metro.

Puede que estas galerías cerradas se expliquen como modo de proteger se del crudo invierno y el tórrido verano que interfieren en la actividad comercial y bancaria de Toronto, Minneápolis o Houston. Pero me llama la atención que la justificación principal para la creación de centros comercia les en la periferia sea la eliminación de los peatones de la calle. Al convertir se la calle en un lugar exclusivamente destinado al tráfico motorizado bajo el control de intensos mecanismos de vigilancia, queda abandonada en manos de los servicios de mantenimiento o como escenario de espectáculos ocasio nales. De un modo acelerado la calle se está convirtiendo en un espacio resi dual habitado por quienes carecen de hogar o los marginados sociales: quie nes no pueden comprar u ofrecer servicios. La creación de “espacio residual” es tan consustancial a la producción social de significado en la vida moder na como lo pueda ser el espacio construido. “La calle” es actualmente aquel espacio vacío en el que se relega a los desposeídos. El espacio residual se loca liza allí donde solía residir la sociedad.

Los antiguos espacios públicos han sido recodificados como interiores arquitectónicos, como son los atrios cubiertos de los hoteles de Portman o las sedes de las grandes compañías, a menudo adornadas por jardines selvá ticos que sirven para ocultar las cámaras de vídeovigilancia. Conveniente mente internacionalizado (hay tiendas de Benetton en todas partes) y aisla do de su entorno real, este nuevo ágora es un espacio radicalmente contrario a la esfera pública, intensamente patrullado por los servicios privados de seguridad y ajeno a los derechos fundamentales de expresión y reunión que hasta hace poco constituían el mito fundacional del contrato social estadou nidense.

Los lugares de ocio público están paulatinamente comercializándose y restringiéndose su uso como lugares destinados a dicha función (como ocurre en los parques públicos utilizados para la realización de espectáculos de masas tales como los conciertos de rock) a través de la espectacularización de la Historia mediante parques temáticos y reconstrucciones historicistas, y sobre todo por efecto de la televisión. Museos y jardines públicos cobran entrada e incluso se cierran temporalmente para ser alquilados a grandes compañías o para la celebración de bodas de la alta sociedad. La accesibili dad y el flujo de cuerpos en los lugares públicos se ven interrumpidos por el creciente flujo de significación comercial. Recientemente, el parque temáti co ha invadido y sustituido al centro histórico en ciudades de Inglaterra, Estados Unidos y, sin duda, de otros países, modelando sus principales recla mos a partir del museo de arte, la sala de conciertos o Disneylandia.

Entretanto, e irónicamente, los viejos suburbios residenciales, aquellos donde la gente comenzó a escapar de la “sociedad” que la ciudad represen taba, están decayendo y son ahora habitados por las personas sin hogar y quienes han sido desplazadas del centro por el proceso de gentrificación.

Ya he señalado que esta reorganización del espacio forma parte de un nuevo modelo social que desprecia e ignora las nociones de inclusión y de participación. La segregación de las clases sociales ‑incluyendo las razas – lleva a una nueva demonización del “pobre” de la calle, pero ahora en un con texto de población que ya no es en su mayoría ni urbana, ni rural, ni pro vinciana, sino suburbana. A la vez, todos los ciudadanos, con excepción de los más privilegiados, ven cómo su dinero va a parar a los ricos no urbani tas. Este cisma social ayuda a comprender el desinterés generalizado respec to a los procesos de gobierno. Un número creciente de pobres, clase obrera y (por ello) gente de color están dejando de votar. Las guerras económicas y culturales han logrado la despolitización de los grupos (relativamente) mar ginales, lo cual, según anunciaban los miembros de la Trilateral a mediados de los 70, era la única solución a lo que ellos definían como crisis de gober­nabilidad de Estados Unidos. De ese modo, el dinero de hecho compra el derecho a votar de cada individuo.

Los residentes en las ciudades de Estados Unidos, excepto tal vez en el sur, pagan más contribución fiscal de lo que reciben en servicios. Sin embargo, Nueva York, la ciudad más grande del país, entró en bancarrota en 1974. El diario conservador y populista neoyorkino Daily News resu mía memorablemente la respuesta oficial sobre este hecho en un llamativo titular: “Ford dice a la ciudad: muérete”. La crisis fiscal se resolvió mediante la venta de los intereses bancarios e hipotecarios de la ciudad (que habían tenido un papel fundamental en la crisis). Esto permitió una recapitali zación masiva de la propiedad inmobiliaria de Nueva York, sobre todo gracias a la progresiva “manhattización” de Manhattan. La ciudad puso la alfombra de bienvenida a las grandes fortunas internacionales, dio la pata da a quienes no podían pagar el alquiler y, no por casualidad, disolvió los sindicatos de trabajadores municipales. El Nueva York de los 90 evitó una nueva crisis fiscal gracias a la increíble subida de la Bolsa sita en la ciudad, y pudo así, como otras ciudades, invertir en las nuevas tecnologías de la información. No obstante, “no hay dinero” para la gente sin hogar y la población en estado de necesidad.

La imagen de los sin hogar

La carencia de hogar, como cualquier otro problema social, es objeto de representaciones contradictorias. La imagen de las personas sin techo ha sufrido sucesivas metamorfosis durante las últimas décadas. De hecho, antes no se consideraba a los vagabundos (displace) como víctimas de la falta de hogar hasta que cristalizó esta idea y se diseminó el término “personas sin hogar” (homeless) a comienzos de los 80. Los estadounidenses enseguida comenzaron a ser conscientes del problema de estas personas sin hogar y hacia mediados de la década ya aparecía en los periódicos y en las tertulias de televisión. Sin embargo, en general, la actitud frente, a este sector de la población ha sido objeto de cambios y mitificaciones, no siendo nunca espe cialmente benevolente.

La carencia de hogar, el desahucio y el desarraigo han estado presentes en la vida desde siempre: la guerra, el trabajo del jornalero rural o la vida cotidiana de las personas desfavorecidas son buenos ejemplos. En el oeste americano del siglo XIX la carencia de hogar era consecuencia de factores tales como la estructura parcelaria, totalmente distintos a los que la causan, actualmente. Hacia mediados del siglo XX el carácter crónico de la falta de hogar ya había desaparecido de Estados Unidos gracias a los programas fede rales de vivienda y a la expansión económica que minimizaron su número hasta el punto de que pudieron ser asimilados bajo el concepto genérico de pobreza.

Hasta una época reciente, a los individuos que vivían en las calles se les identificaba como mendigos, vagos o vagabundos, herencia de la imaginería de la Gran Depresión. La imagen típica del vagabundo era la de una persona pobre y normalmente percibida como varón, alcohólico, de paso y de ninguna raza en especial (aunque muy probablemente caucásico). Este este reotipo ha derivado desde los años 80 en la imagen de un tipo degradado, discapacitado psíquicamente, maloliente y peligroso: alguien fugado de un manicomio. Las mujeres sin hogar, o “señoras del saco” [bag ladies], han pasado a ser una imagen popular; Lucie Ball representaba a una de ellas en la televisión‑ La dimensión real del problema en el caso de las mujeres se difumina tras la imagen degradada de la mujer soltera sin hogar, madre o prostituta y, por ello, drogadicta o transmisora del SIDA. Muchas mujeres ancianas son frecuentemente desahuciadas y empujadas a la calle al no ser suficientes sus ingresos fijos para asegurarles la mera subsistencia. La imagen extendida de la loca que vaga por las calles es del mismo modo inadecuada a la situación real de estas mujeres. Joyce Brown, la sin hogar que tomó su nombre, “Billie Boggs”, de la calle en que vivía, alcanzó temporalmente la fama a finales de los 80 (dando incluso una conferencia en Harvard antes de volver a las calles) al convertirse su caso en un hito judicial, cuando un tribunal se pronunció contra la reclusión forzosa de los vagabundos en refugios o asilos. Sin embargo, apenas se habla de lo poco que ofrecen tales asilos a gente como Billie Boggs para aliviar sus problemas psíquicos o para satis facer las múltiples carencias que tienen estas mujeres.

Al aumentar dramáticamente el número y por ello la visibilidad de las Personas sin hogar en todo el país durante los 90, su imagen se diversificó cubriendo un espectro más amplio de población que incluía vagabundos mayoritariamente negros, pobres residentes en el centro, veteranos de gue rra, mujeres y niños de la calle y refugiados venidos del interior del país y de zonas campesinas deprimidas, incluyendo grupos familiares en muchos casos de raza blanca. Cuando los medios de comunicación descubrieron al indivi duo sin hogar, lo relacionaron con estas familias blancas desperdigadas por los estados interiores de Estados Unidos. Mientras tanto, al hombre sin hogar urbano y sin familia o al sin hogar de raza negra, fuera hombre o mujer, frecuentemente se le olvidaba o desubjetivizaba.

A la persona sin hogar y al pobre se les ignora por completo en la nueva economía acelerada. Se han convertido en espectros, figuras manipulables que concentran las representaciones de la paranoia colectiva que anterior mente vehiculaban la amenaza roja o el peligro amarillo. Puede que alguien dé unas monedas a una de estas personas y puede que merezca la compasión y la caridad ocasional, sin embargo estos sentimientos positivos son fácil mente revocables. Como afirmara recientemente un joven perteneciente al grupo de los privilegiados: “Bueno, tal vez un día fueron personas”. Al desaconsejar sistemáticamente la caridad individual las autoridades municipales, los estadounidenses han acabado sufriendo un “cansancio de la compasión”, dejando de estar de moda ya el dar limosna a unos mendigos a quienes se percibe ahora como delincuentes o maleantes.

La cifra de personas sin hogar, tal vez tres millones en todo el país, es un tema polémico, pues los criterios que definen esta situación son difíciles de establecer: ¿es voluntaria o involuntaria?, ¿es temporal o de larga dura ción?, y si es temporal ¿cuánto tiempo hay que estar sin casa para ser tenido en cuenta? Por no hablar de los sistemas de recuento. Por ejemplo, al calcu lar la población que utiliza los albergues de caridad, ¿se ha de contar a todo el que entra?, ¿se tiene en cuenta al que lo hace de un modo recurrente o sim plemente se hace un recuento de cabezas cada noche?

Fueron los poderes conservadores los que iniciaron la polémica acerca del número de personas sin hogar con el fin de contener y sembrar la con fusión en torno a este problema y así difuminarlo políticamente. Eminentes comentaristas y funcionarios de derechas o han intentado minimizar las cifras de personas en esta situación o les han responsabilizado personalmen te de la misma. Por ejemplo, se representa al individuo sin, techo como un discapacitado social sin remision, un estado que se pone de manifiesto en su enajenación, en su consumo de drogas y en su bajo grado de autoestima, sus tituyéndose de este modo los efectos por las causas. Cínicamente se le estig matiza por carecer de lazos familiares, como si no fueran las condiciones adversas que constituyen y determinan la carencia de hogar las que real mente debilitan los lazos sociales. El New York Post, por ejemplo, cuando era propiedad de un promotor inmobiliario, escribió en uno de sus editoriales: “La idea de que la carencia de hogar es un problema económico, resultado de la falta de casas accesibles… es totalmente falsa. Las familias que utilizan los alber gues lo hacen generalmente por causas que no tienen tanto que ver con el dinero como con una disfunción social profunda: Ignorancia, drogadicción, apatía… (8 octubre 1989).

No se puede negar que la población de la calle incluye a drogadictos y analfabetos además de desesperados, locos y rufianes. Pero el describir tal población sólo por estas características sin tomar nota pormenorizada de sus causas y sin esbozar un plan para reconstruir o expandir los servicios socia les que tan drásticamente han sido reducidos no constituye una mera cuan tificación o descripción, se trata de una esencialización oportunista.

Según la que parece ser la versión oficial del problema, Ronald Reagan contaba al periodista de televisión David Brinkley, en una entrevista en diciembre de 1988, que la gente dormía en la calle porque quería. A pesar de la calma oficial sobre la realidad económica, Estados Unidos tiene la tasa más alta de pobreza del mundo industrializado (Times, 18 diciembre 1988) y el centro de control de enfermedades informa que el número de muertes por congelación se ha duplicado en la última década.

La carencia de hogar y el poder social

Las personas sin hogar son objeto constante de pseudosoluciones bru tales que minan su energía y frustran cualquier esfuerzo de autoafirmación colectiva. Incluso la caridad de quienes intentan echar una mano, como aquellos que incluyen habitaciones destinadas a estas personas en las nuevas bibliotecas públicas, confirma hasta qué punto hemos aceptado el carácter inevitable de esta situación. Pero ¿por qué hemos de aceptar la incapacidad del Estado para hacerse cargo de los desposeídos? Muchas organizaciones y grupos religiosos atienden las necesidades de las gentes sin hogar invirtiendo gran cantidad de esfuerzo voluntario. Pero incluso los mejores y más meti culosos de tales esfuerzos se ven tremendamente desbordados. Los servicios que durante años se habían ocupado de los “antiguos vagabundos” se están hundiendo ante la avalancha de los nuevos sin techo. Es más, tal ayuda difí cilmente puede fortalecer a las personas sin hogar en tanto grupo. ¿Cómo se puede remediar entonces su situación y combatir las campañas de desinfor mación lanzadas contra ellas?

Aunque los activistas han logrado el reconocimiento del derecho a votar de los vagabundos (ya que uno no podía votar si no tenía domicilio) quien no tiene hogar continúa sin formar parte de la base electoral y, por tanto, ningún legislador le representa. Es difícil movilizar a las personas más débiles socialmente y mucho más a este grupo disperso de indigentes. No obstante, gentes sin hogar se han unido con éxito en diversas ciudades. Las mujeres han demostrado ser grandes organizadoras en este sentido. En Esta dos Unidos y en varios países latinoamericanos y africanos las mujeres sin hogar han sido capaces de organizar con éxito a los desposeídos, que a menudo viven precariamente en colonias de chabolas. Sin embargo, la orga nización más efectiva sigue teniendo lugar antes de su desahucio. Después son mucho más débiles.

La pobreza, el racismo y la respuesta social

La mitad de quienes no tienen hogar en Estados Unidos son niños y niñas (el 39,5 % del total de los indigentes del país lo son) y esta proporción va creciendo cada día. Son sin embargo quienes tienen menor capacidad de hacer frente al trauma psíquico de la dislocación y la estigmatización social. Las niñas y niños vagabundos y sus familias ‑en su mayoría encabezadas por mujeres solteras‑ son predominantemente negros o mestizos. En este con texto, el racismo se está convirtiendo en uno de los instrumentos más pode rosos, duraderos y políticamente útiles para impedir el acceso a la vivienda. La población de color se concentra en las ciudades del centro del país y el 82% de los afroamericanos viven en zonas urbanas. Sin embargo, durante los años 80 en Nueva York los hogares de familias con pocos recursos y de color han retrocedido tanto en ocupación inmobiliaria como en sus ingre sos. Un informe del Congreso muestra que los negros tienen el doble de posibilidades de que se les deniegue una hipoteca y, como otros estudios muestran, el doble de posibilidades de que se les niegue trabajo a partir de una cualificación equivalente. El racismo no sólo ha ayudado a que se produzca una situaci0n social catastrófica, sino también a justificar soluciones ficticias al problema de la droga, el crimen, la carencia de hogar y el SIDA.

Producir “las personas sin hogar”: gentrificacion y desalojo

El ciclo de decadencia, ruina y abandono, al que sigue un renacimien to mediante una rehabilitación, renovación y reconstrucción, puede parecer un proceso natural. Sin embargo, la caída y auge de las ciudades no es con secuencia sólo de ciclos económicos y de crisis fiscales sino también de polí ticas sociales. Según el urbanista Peter Marcuse, la carencia de hogar es con secuencia de tres factores interrelacionados: la estructura mercantil de la vivienda, la distribución de los recursos y la política gubernamental.

Muchos centros urbanos sufrieron una gran decadencia por la falta de inversión y el abandono a lo largo de los 60 y 70, cuando la burguesía huyó hacia los suburbios. Hacia finales de los 70 la clase media comenzó paulati namente a volver a lo que sus voceros denominaron el “renacimiento urba no”. Pero los beneficiarios de este renacimiento a menudo no incluían a quienes ya vivían allí. La nueva y próspera clase profesional, técnica y ejecu tiva se ha ido asentando en los centros urbanos creando un cinturón de ser vicios igualmente profesional. Ejecutivos, abogados y consejeros han acabado viviendo y disfrutando su ocio unos cerca de otros en los “renacidos” cen tros urbanos. Pero en ellos también se concentran obreros de escasos recur sos e inmigrantes indocumentados de cualquier país que normalmente carecen de los servicios mas básicos. El término gentrificación se acuñó en cuando comenzó a invertirse capital en algunas ciudades de Estados Unidos en los 70 y viene a designar la transformación de los barrios obreros y las áreas industriales en zonas residenciales destinadas a la clase profesional y empresarial, reduciéndose dramáticamente tanto la cantidad de viviendas accesibles a la clase trabajadora corno el sitio disponible para la instalación de pequeñas tiendas artesanales.

La gentrificación requiere un proceso de descapitalización antes de que la reinversión pueda producirse. Por un lado, los propietarios y los bancos reti ran su dinero de la zona, y por otro, los ayuntamientos reducen sus servicios de bomberos, hospitales, escuelas y mantenimiento general. Cuando la recapitalización o gentrificación tiene lugar, muchos de los habitantes originarios ya se han visto forzados a marcharse o bien viven en condiciones ínfimas. Muchos de los residentes que no habían sido desplazados de sus hogares por el abandono y la falta de inversión lo son finalmente por la gentrificación. Algunos de ellos se hacinan en casa de amigos o familiares, en apartamentos ya de por sí depauperados, o se ven abocados a vivir en las calles. En los últimos veinticinco años una gran proporción de casas de alquiler se ha convertido en vivienda de propiedad debido en ocasiones a la pre sión fiscal. Muchas viviendas unifamiliares reconvertidas en pensiones en los periodos de crisis también han sufrido esta reconversión y lo mismo ha ocu rrido con los hoteles baratos del centro urbano. Estos hoteles, que habían sido construidos para albergar a trabajadores de paso en la ciudad y también a vagabundos y alcohólicos, se han vaciado y devuelto al mercado para ser vir a una clase social totalmente diferente. Sólo en Nueva York se perdieron cien mil plazas de este tipo de alojamiento entre los 70 y los 90. Sencilla mente no hay más sitio que la calle para este tipo de inquilinos depaupera dos, entre quienes se cuenta un gran número de ancianas indigentes.

No hay por tanto una causa única o simple que explique la gran expan sión del número de gente viviendo en las calles, ya sea en los suburbios o en los centros urbanos. Factores a tener en cuenta son el paso de una economía productiva a otra no productiva basada en la industria financiera e inmobi liaria, las políticas del gobierno y la creciente diferencia de ingresos entre ricos y pobres. Si a ello unimos el cambio ideológico que se ha operado en las concepciones mismas de lo público y la ciudad, nos daremos cuenta de lo arduo que es el intento de encontrar soluciones al problema.

La imagen global: pobreza y politica

El enmascaramiento de la concentración de capital tras la idea de una economía de libre mercado triunfó con la elección de Ronald Reagan, cuya presidencia supuso un recorte drástico en la inversión social, utilizando para justificar la urgencia de este proceso el déficit público que, de hecho, creció dramáticamente durante su mandato. Además de apelar al enorme déficit público, la administración Reagan puso en marcha estrategias políticas diri gidas expresamente a destruir lo que quedaba del Estado de Bienestar. El comentarista conservador Kevin Philips, en su libro The Politics of Rich and Poor.‑ Wealth and the American Electorate in the Reagan Aftermath (La políti ca de ricos y pobres: la riqueza y el electorado estadounidense después de Reagan, 1990), describe en detalle los cambios producidos en la riqueza y la maqui naria ideológica que los provocó: “Frecuentemente, la aceleración de la desi gualdad económica era más el resultado de una política objetiva que de una coincidencia”. Al evaluar el libro de Philips en el New York Tímes, Denis Wrong destacaba que “Fue más la convicción ideológica que la pura avaricia lo que movió a los asesores de Ronald Reagan a reducir los impuestos, cambiar las leyes fiscales, suprimir el control estatal sobre la vida financiera, cortar el gasto en servicios sociales, elevar las tasas de interés y aumentar la deuda pública para cubrir el déficit presupuestario”.

Pero la ambición reveló ser un camuflaje perfecto. El imaginario colec tivo de los 80 tomaba como modelo las imágenes altamente sexualizadas de hedonistas hombres y mujeres de negocios. Series como Dallas o Dinastía se hicieron famosas no sólo en Estados Unidos sino también, uno tras otro, en el resto de los países del mundo. La identificación popular con la ima gen de poder que destilaban los hombres de negocios, los empresarios e incluso los contables ‑quienes en otras épocas habrían sido vistos como gentes de poco fiar, vacíos y enormemente aburridos‑ facilitó la concentra ción masiva de la riqueza. Se pasó del populismo igualitarista de épocas pasadas a la ostentación más gozosa. La estructura impositiva sufrió una reforma regresiva y, tras la reforma de la ley fiscal, la oficina de presupues tos del Congreso informó que el 10% de los hogares más pobres pagarían en 1988 un 20% más que en la década anterior y el 10% de los hogares más ricos pagarían un 20% menos.

La consecuencia principal del reaganismo fue que en los 80 los extre mos de riqueza y pobreza se agudizaron mucho más que en la década ante rior, hasta alcanzar las cotas más altas de toda la historia estadounidense. Según el Centro de Presupuestos y Política, en los años 80 el 40% de los estadounidenses recibían de los ingresos familiares, el porcentaje más alto de la historia. El New York Times informaría que entre 1978 y 1986 los ingresos medios del 25% de las familias más pobres disminuyeron en un 10,9% mientras que los del 25% de las familias más ricas crecieron .. un 13’85%, aumentándose su trozo del pastel del 41,6% al 44%. La porción de riqueza nacional acumulada por el 1% más rico pasó de un 9% a un 11%.

Los informes del Congreso muestran que a finales del los 80 el 77,8 % de la riqueza nacional estaba en manos del 10% de las familias, mientras que el restante 90% solo poseían el 28’2%. Si se excluye de estas cifras el valor de la vivienda ‑la mayor fuente de riqueza para la mayoría de los estadouni denses la concentración es aún mayor, de modo que el 10 % de la población posee el 83’2% de toda la riqueza privada, mientras que el 90% restante sólo posee el 16,7%. Hacia 1990, poco menos de un millón y medio de perso nas poseían más del doble de riqueza que los 212 millones restantes. La dis continuado creciendo, siendo así que los pobres están peor económicamente que en los 70 y que el coste de la vivien da se está llevando una proporción cada vez mayor de los ingresos totales de la gente. Entre tanto, el sistema de asistencia social se va desmantelando. Las consecuencias de esta situación no se pueden saber aún ya que están tempo ralmente mitigadas por la baja tasa actual de desempleo.

Las mujeres ocupan aun el peldaño más bajo de la escala económica, haciéndose cada vez más cierta la llamada “feminización de la pobreza”. Las mujeres de color son más pobres que las blancas y los hogares encabezados por mujeres son predominantes entre los que se encuentran por debajo del umbral de pobreza. A la creciente desigualdad en los ingresos por hogar ha correspondido un similar incremento en la desigualdad de distribución de salarios, durante un periodo en el que la compensación monetaria por cargo ejecutivo ha sufrido un agigantamiento sin precedentes, apenas recogido por los medios de comunicación. Según Kevin Philips, mientras que la media salarial de un trabajador se incrementó sólo de trece mil a veintiún mil dólares en el periodo que va de 1978 a 1988, el sueldo de un ejecutivo saltó de 373 mil a 773 mil, habiendo decenas de altos ejecutivos ganando sumas de ocho cifras. De ese modo, en los últimos veinte años la paga por hora de un ejecutivo ha pasado a ser de veinticinco a treinta y seis veces mayor que la de un trabajador productor. En los 90, la compensación monetaria de los ejecutivos llegó a alturas inimaginables. Lo que esto signi fica es que los ricos se hicieron mucho más ricos a expensas de los trabaja dores medios y de los pobres. El reaganismo también se cebó en la vivienda. Durante la década de los 80, el gobierno federal literalmente se retiró de la construcción, producién dose cortes presupuestarios en la edificación pública destinada a los menos favorecidos que redujeron los treinta y siete billones de dólares de 1981, cuando Reagan llegó al poder, a dieciséis billones en 1985 y a siete billones en 1988. Estas operaciones de recorte presupuestario fueron acompañadas de una fuerte campaña propagandística contra la vivienda pública y sus usuarios. A la vez, la estructura fiscal comenzó a favorecer la propiedad fren te al alquiler dando subvenciones que nunca se mencionan cuando se pone en cuestión la beneficencia pública.

La solución para los males urbanos no está a la vuelta de la esquina, pero podemos propagar una nueva imagen de la ciudad que favorezca la con servación de los vecindarios. La falta de representación de los pobres y los trabajadores en los foros públicos y en los ámbitos de poder se refleja en la erradicación de su discurso de la historia de la ciudad y su olvido en los pla nes urbanísticos tanto públicos como privados. Debería considerarse la vivienda como un principio social y no como una oportunidad de lucro.

Para ello es necesaria la activación de las bases y la creación de coali ciones. El activismo requiere una amplia gama de respuestas, desde la acción callejera y las manifestaciones pasando por el urbanismo, los estudios acadé micos y los libros y artículos divulgativos. El ajuste de la imagen puede pro ducirse tanto mediante simulaciones de ordenador o mediante la pega de carteles, o pintadas en casas abandonadas.

Los artistas en la ciudad

¿Cuántos modos de convencer y persuadir tenemos a nuestra disposi ción? ¿Cómo se puede representar la vida soterrada de la ciudad que es, de hecho, la vida de la mayoría de sus habitantes? ¿Cómo se pueden sacar a la luz las dificultades de los inquilinos, la carencia de hogar y las alternativas a la planificación urbana practicada actualmente? ¿En qué modo se implican los artistas en dar forma a la imagen y al modelo viviente de la ciudad?”.

La imagen convencional de la ciudad postmoderna, con sus fortalezas, sus ghettos de pobreza y sus epidemias de droga y SIDA, refuerza ciertamen te la idea de frontera urbana y desanima cualquier intento de solución, incluso parcial, de la pobreza y la falta de hogar. Para los y las artistas, quie nes a menudo comparten los mismos espacios urbanos de las personas menos favorecidas, la imagen de las calles degradadas puede alimentar cier to ideal romántico de bohemia, pero por el hecho de compartir el espacio con esos grupos a menudo se ven tanto en la posición de víctimas como en la de perpetradores en los procesos de planificación urbana y en el desalojo resultante. En las dos últimas décadas estos procesos se han utilizado como la bisagra que permite el retorno de las clases medias al centro de la ciudad. Es irónico, sin embargo, que los y las artistas mismas sean finalmente des plazadas por los mismos profesionales adinerados ‑su clientela‑ que les siguieron a los nuevos barrios “chic”.

Desde un punto de vista abstracto se podría argumentar que los y las artistas, especialmente quienes tienen familia, albergan la necesidad particu lar de tener casa y taller una al lado del otro. Lo especial de tales circunstan cias podría justificar la existencia de ciertas ayudas fiscales que permitiesen el asentamiento o permanencia de los y las artistas en ciertas zonas que han puesto de moda, como el SoHo de Nueva York. Pero la situación real de la planificación urbana, el empobrecimiento masivo, el modo en que se emple an los fondos públicos y se utiliza físicamente a los y las artistas, hacen muy cuestionables estos argumentos. (Una película de Yvonne Rainer, The Man Who Envied Women, incorpora elementos documentales acerca del drama de la vivienda de artista en el Lower East Side de Nueva York, en el frustrado intento de conseguir casas subvencionadas).

Los y las artistas han sido siempre foco de organización y moviliza ción de vida social. La ciudad es su hábitat por antonomasia. Pero ¿cómo responden ante los problemas de vida ciudadana y ante la carencia de vivienda en que están implicados, si dejamos a un lado su participación en proyectos patrocinados por las mismas inmobiliarias? Tales fueron las cues tiones que dieron forma al proyecto If You Lived Here… Sus debates públi cos dieron la oportunidad de hablar y conversar a artistas, gente de la comunidad y a cualquiera que se sintiera implicado en el proceso de planificación urbana, desde activistas y okupas a universitarios, periodistas y concejales. En las tres exposiciones se mostraban diversos materiales que ilustraban los fundamentos de la vida urbana. Los participantes ‑artistas y no artistas, entre quienes se incluían grupos comunitarios, sin hogar y acti vistas‑ exponían sus ideas a través de los medios más diversos: vídeos, pelí culas, fotografías, panfletos, carteles, pinturas y dibujos, paneles, cómics, poemas e instalaciones.

Por supuesto, muchos y muchas artistas están involucradas en el acti vismo directo. Trabajan con gente sin hogar en albergues, pensiones o fuera de las estructuras institucionales; producen carteles y obras de temática urba na o se implican en activismo político de cualquier tipo. Hay quienes traba jan con las personas sin hogar en proyectos para solucionar este problema buscando evidenciar el carácter absurdo de la respuesta oficial.

Una de las funciones sociales del arte es la de dar una imagen precisa y definir los rasgos de un cuadro social difuso. Uno de los aspectos más destacados de la vida postmoderna es la erradicación de la historia y la pér dida de la memoria colectiva. La vida social está compuesta de multitud de imágenes contrapuestas y momentáneas que una vez desgajadas de su par ticularidad espacio‑temporal pasan a unirse a otras muchas imágenes con geladas en el tiempo. Las imágenes, bajo la apariencia de capturar la his toria, tienden a eliminar toda diferencia y a convertirse en la contrapartida del dinero en el ámbito de la información, ocultando las diferencias reales mediante la superficialidad (y la falta de historicidad) de su lógica. Muchas y muchos artistas y críticos se enfrentan a esta política dislocadora de la imagen a través de un análisis crítico de la significación. Tales prácticas pretenden contener temporalmente el flujo del discurso público (o de lo que pasa por serlo), pero a pesar de ser cruciales para reorientar la com prensión de lo social existen otros modos de abordar la significación urba na. Debemos repensar la ciudad de nuevo para darnos cuenta de que se trata de algo más que de una mera serie de relaciones o de una acumula ción de construcciones o, incluso, de un espacio geopolítico concreto. Una ciudad es un conjunto de procesos históricos en continuo desarrollo, lo que es lo mismo que decir que la ciudad encarna y protagoniza una histo ria. Es por ello que la particularidad local y las historias urbanas toman valor crítico en la elaboración de contra‑representaciones de la ciudad. En este sentido, el género documental, repensado y reutilizado desde este punto de vista, aparece como uno de los modos esenciales, si bien no el único, de aproximarse al tema.

Visiones de la ciudad

Parece necesario formular de nuevo los argumentos a favor del género documental. El reconocimiento del valor político de la imagen y la idea, aún polémica, de la diferencia han provocado una crítica filosófica de las preten siones de transparencia y objetividad de las noticias, los documentales y de la fotografía, crítica ésta que se produce en el contexto de un creciente distanciamiento entre imaginario y significado social en la totalidad de la cul tura; incluso los documentales del pasado, que han cobrado un nuevo sig nificado a través de los libros de texto y de historia del arte, son objeto de constante reinterpretación. El “problema” del documental radica en la desconfianza que tiene el mundo del arte por los formatos populistas, desconfianza a veces justificada y otras veces producto exclusivamente del esnobismo profesional. ¿Quién no comparte un sabio escepticismo respecto a la propaganda de lo evidente que caracteriza al mito de la transparencia documental? Sin embargo, la inten ción agitadora del documentalismo activista no es prueba suficiente de su culpabilidad, al menos fuera del tribunal del esteticismo formalista.

Sería irónico que la teoría nos impidiese a quienes buscamos una com prensión más compleja de la experiencia y del significado el dar testimonio en apoyo de la justicia social. Las prácticas documentales son prácticas socia les que producen significado dentro de un contexto específico. El rechazo de determinadas prácticas documentales no debe suponer una negación del género documentalista en su conjunto. Sin embargo, el campo de minas crí tico que rodea a aquellas prácticas acusadas de empirismo requiere una cui­dadosa negociación. Los y las activistas siguen reconociendo la importancia del testimonio documental, el testimonio visual incluido, para su defensa del cambio social. Pero la toma de conciencia del lugar y del tiempo concretos desde los que se habla se ha convertido en el requisito necesario y absoluto para cualquier documental que pretenda tener significado social. Este requi sito permite el uso de infinitas formas inventivas sin eliminar por ello aqué llas de derivación histórica. De un modo natural, el ámbito de discusión pasa de ser el objeto artístico ‑la fotografía, la película, el vídeo, el cuaderno de dibujos o la revista‑ a ser los procesos sociales y de significación que son su contexto. Una de las estrategias profundas del proyecto If You Lived Here… era el desarrollar y expandir el potencial del género documental.

El retrato documental de un miembro de un grupo social, como es el de las personas sin hogar, percibido a través de una composición alejada de estereotipos, logra hoy el mismo fin que cuando se iniciaron las primeras prácticas fotográficas de documentalismo social: al particularizarse al indivi duo se le humaniza. La fotografía indica la existencia de una persona cuyas circunstancias materiales están en contradicción con su humanidad. Cuan to más extrema sea su situación, tanto más valor expresivo tendrá la imagen. A veces esta situación es invisible y es la reflexión conceptual proyectada sobre la imagen por el espectador la que opera. Sin embargo, la proyección psicológica plantea el problema de que tendemos a identificar los rasgos que imaginamos en la persona o su situación con aquello que realmente está “ahí”. Por esa razón, cuanto más obvia sea la imagen, cuanto más se adecue a los prejuicios del sentido común, tanto menos tendrá que decirnos. Esto no nos debería servir de excusa para abandonar la producción de imágenes, ya que es el contexto, ya sea verbal o ¡cónico, asociado a la imagen ella misma concebida como texto el que sitúa el significado más allá del ámbito de la proyección psicológica.

El documentalismo a diferencia de los “fotografía de calle”, que consti tuye una práctica totalmente diferente raramente confía exclusivamente en las imágenes para contar su historia. El desarrollo de un sofisticado fotoperio dismo comercial y profesional, así como la asimilación de todo tipo de foto grafía dentro del canon normalizador del mundo del arte, han allanado la senda a una práctica fotográfica que pasa por documentalismo social con el fin de acortar el camino que separa la calle de la galería de arte. La mano mortal del “universalismo” ha dejado caer todo su peso sobre el hombro del docu mentalismo, de modo que con la coartada de desvelar la igualdad intrínseca de todo ser humano la obra documental se convierte frecuentemente en una excusa para el espectáculo. Ésta es la base de una de las críticas más frecuentes al documentalismo, particularmente al de subgénero exótico, una forma de antropología que tras una máscara de humanismo aborda aquello que está debajo o fuera de los márgenes familiares de la sociedad occidental desarrolla da (Brasil o Bensonhurst). Uno de los problemas de la representación de la ciu dad es el contar algo que no implique una traición a la gente.

En la exposición titulada Homeless: The Street and Other Venues (Sin hogar:  la calle y otros lugares de encuentro), dentro del proyecto If You Lived here…, dos textos situados en la pared, uno junto al otro, defendían y ataca ban respectivamente el hacer fotografías de quienes no tienen hogar. Uno de ellos, un fragmento de un texto mío sobre la fotografía documental, critica la “fotografía de la víctima” por apenas servir de nada respecto al fin que hipo téticamente sus realizadores se habían impuesto, es decir, lograr el apoyo del público, escandalizar y movilizar a la gente en demanda de cambios. Por el contrario, puede reforzar el sentido de superioridad de los espectadores o pro vocar paranoia social. Especialmente en el caso de los sin hogar, espectadores e individuos retratados nunca coinciden, reproduciéndose así la situación de “nosotros mirándoles a ellos”. En el otro texto, “On Photographing the Homeless” (Fotografiar al sin hogar), el fotógrafo Mel Rosenthal defendía esta práctica. A pesar de que le inquietaba personalmente el hecho de fotografiar a gente en situaciones extremas, personas que, aunque dieran su consenti miento, posiblemente no tendrían ni idea de cómo iban a ser utilizadas esas fotos, sin embargo tenía la sensación de que aquellas imágenes de personas reales nos podían sacar del entumecimiento que muchos y muchas sentimos.

Al reconocer que en nuestra cultura la fotografía política es reprimida al entrar en la galería, Rosenthal toma en cuenta el valor crucial del contexto. Sus proyectos no están nunca orientados al circuito de la galería y el museo e insiste en que es reduccionista el pensar que no existe ningún modo de mediación entre quienes viven una situación determinada y quienes la contemplan. Alexander Kluge, director cinematográfico y abogado de los medios de comunicación, en una entrevista defendió las mediaciones participativas frente a las mediaciones de apoyo en relación al desalojo de unos okupas en Alemania Occidental. Según apunta Kluge, tiene que haber espacio para un tipo de práctica artística comprometida que no tenga que sumergirse necesa­riamente en su objeto. Es interesante señalar, sin embargo, que Bienvenida Matías en Loisaida (el Lower East Side de Nueva York en hispano) y Nettie Wild en Vancouver fueron invitadas a vivir en las comunidades sobre las que estaban realizando sus documentales: Matías en El corazón de Loisaida y Wild en The Right to Fight (El derecho a luchar). Ambas aceptaron.

Por último, no se puede negar que, al margen del modo en que se inser taran las obras de If You Lived Here… en el tejido social, el lugar de exposi ción sigue siendo una galería de arte, aunque estuviera transformada en parte. Nuestra intención no era simplemente crear un contexto para la recepción de un conjunto de “fotografías del otro”, sino que pretendía poner en consideración del modo más simple posible una serie de situaciones: la carencia de hogar y la infravivienda nunca suficientemente descritas o teni das en cuenta. Simultáneamente, el proyecto también pretendía apuntar modos en que la comunidad artística puede ocuparse de estos temas. El problema de la gente sin hogar, como todos los problemas sociales, existe den tro de una marea de representaciones contradictorias. La reelaboración y recontextualización de su imagen ha de tener lugar en un ámbito social más amplio donde se produce la sistemática marginalización de éste. No es posible cambiar la realidad social sin desafiar las imágenes estereotípicas existentes. La misión prioritaria de If You Lived Here… era precisamente ésa.

Muchas obras del proyecto utilizaron como medio el documental tradicional en cine, fotografía y vídeo. Merece la pena analizar cómo se posicionaron algunos de estos realizadores y realizadoras ante el “proble ma del documentalismo”. Muchas de estas obras se ofrecían como contri bución activa a un debate político y no estaban en absoluto producidas por gentes que buscaran un distanciamiento profesional respecto al tema. La variedad era norma: algunas de ellas no parecían cuestionarse particu larmente su modo de producción y se limitaban a hacer su trabajo, mien tras que otras películas y vídeos tenían un carácter claramente activista. Incluso los fracasos pueden ser instructivos y muchas obras representaban batallas perdidas.

Algunas obras, especialmente las fotográficas, estaban sesgadas estraté gícamente. Dan Higgins produjo una variante humorística de sus retratos de obreros en sus Onion Portraits (Retratos cebolla) en donde los habitantes de la ciudad de Winooski (“cebolla” en el idioma indio local) en Vermont, reu nidos en grupos en distintos lugares, desde el cuartel de bomberos hasta la iglesia o el bar, llevaban en la mano una, dos o más cebollas. De un modo indirecto, Higgins hacía referencia a los vínculos sociales existentes en la ciu dad obrera de Winooski, actualmente sometida a un fuerte proceso de gen trificación.

Algunos fotógrafos y fotógrafas mostraron su rechazo total al documental “humanista”, por la multitud de subtextos ocultos que contiene, especialmente en relación a las mujeres. Rhonda Wilson, de Birmingham, en su serie de carteles sobre las mujeres sin hogar en Gran Bretaña, sólo utilizó imágenes de un carácter claramente ficticio. Greg Sholette puso en eviden cia el voyeurismo e imperialismo del documentalismo fotográfico al incor porar la foto de Jacob Rus “Police Station Lodgers… in the West 47 Street Poli ce Station” (Los inquilinos de la comisaría de policía… en la comisaría de la Calle 47 Oeste) en un relieve esculpido que redirigía la interpretación hacia la expresión facial de la figura femenina principal. Por casualidad, esta misma foto de los años 1890 estaba colgada a la entrada de la instalación producida por el Chinatown History Project consistente en una compleja vivienda -cocina. Esta obra hacía un análisis detallado de las narrativas de vida en Chi natown, tanto durante su historia como contemporáneamente. Su exposición consistía de textos murales, folletos para el público y una pro yección de video y diapositivas ilustrando los diferentes grupos de la zona y la actual organización multirracial de los alojamientos.

En muchas de las obras y de un modo especial en los vídeos, sus reali zadores y realizadoras hacen declaraciones e incluso toman sus propias vidas como tema. Estoy pensando en los vídeos 2371 Second Avenue y en Lífe in the G., Giwanus gentrífied, realizados por jóvenes hispanos neoyorkinos con la ayuda del Educational Video Center; y en las fotografías y documentos expuestos por la fotógrafa Marilyn Nance sobre el edificio de Brooklyn de propiedad municipal en que vivía, donde documentaba el juicio contra el ayuntamiento ganado por los inquilinos”.

Otro ejemplo totalmente distinto de autoproduccíón de significado es el del grupo Homeward Bound (De vuelta al hogar), que montó una ofici na en la galería (y participó en los debates) en defensa del grupo y de otras personas sin hogar. En la zona de su oficina colgaban los retratos que de los miembros del grupo había tomado el verano anterior la fotógrafa Aleina Hortsman durante una acampada de cien días ante el ayuntamiento, reali zada en demanda de servicios para las personas sin hogar, periodo durante el cual registraban a los viandantes para votar. El tono artístico de los retratos de los miembros de Homeward Bound hacía que cobraran un nuevo signi ficado en el espacio de aquella oficina.

Si vivieras aquí

Cada una de las tras exposiciones del ciclo If You Lived Here… encar naba una línea de argumentación distinta acerca de los fundamentos de la vida urbana. Además, nuestra intención era crear un ambiente diferente al que ofrece la galería de arte. Por toda la sala y a cierta altura se alineaban grá ficos estadísticos y planos cubriendo el espacio de la galería que se suele con siderar inútil. Aunque la carencia de hogar era el tema central de If You Lived Here…. sólo una de las exposiciones estaba dedicada enteramente a ello, la titulada: Homeless: The Street and Other Venues. La primera muestra, Home front (El frente de la vivienda), se concibió como un conjunto de representa ciones de barrios en disputa. El título frente de la vivienda alude a una zona de guerra, siendo la pérdida de hogar una de las consecuencias de tal con flicto. La exposición ofrecía una visión de la vivienda en peligro, sobre todo la urbana, ofreciendo ayuda a los inquilinos e inquilinas en lucha ponién doles en contacto con grupos de vecinos militantes y organizaciones de ayuda legal. Algunas de las batallas del frente de la vivienda se han dilatado y algunas escaramuzas se han perdido de un modo evidente, pero tanto los éxitos como los fracasos han de ser analizados.

En esta primera muestra, los gráficos estadísticos colocados en la parte alta del muro de la sala se intercalaban con anuncios inmobiliarios que publicitaban viviendas lujosas en Manhattan en un tono enormemente pre tencioso: utilizando la prosa y el verso de la ganancia y la pérdida. Se dejaba constancia del carácter truculento de la respuesta oficial a la crisis de la vivienda mediante una frase atribuida al alcalde de Nueva York, Ed Koch, que aparecía pintada en rojo en el muro trasero de la galería: “¡Si no puedes permitirte vivir aquí, vete!”. Homefront pretendía preparar el escenario para abordar la falta de hogar en la segunda muestra: Homeless: The Street and  Other Venues.

Lo importante en esta exposición era no reproducir las dicotomías de las que parten la mayoría de los debates sobre la falta de hogar: “nosotros frente a ellos”. Por esa razón se invitó a diversos grupos a participar en la muestra. Homeward Bound mantenía una oficina donde organizaba talleres en los que, por un lado, se intentaba estimular el desarrollo de movimientos tendentes a mejorar la calidad de vida y a adquirir la capacidad de defenderse legalmente ante las autoridades municipales, y por otro lado, se pretendía un reposicionamiento de las personas sin hogar con respecto a las imágenes dominantes que de ellas tiene la sociedad, ya que la mayoría no está en la posición de poder enfrentarse a dichos estereotipos. Además, exhibieron sus obras artistas no profesionales, pobres o sin hogar, que compartieron espa cio con las obras de los niños y niñas del Colegio de la Ciudad de Nueva York dirigidos por profesoras y profesores‑artistas comprometidos con el problema. El Grupo del Manicomio, venido de Atlanta, levantó tres refu gios. Uno en el Lower East Side, en el lugar en que se había demolido una vieja casa de alquiler el día anterior y que fue a su vez rápidamente derrIba do por el ayuntamiento. Se construyó otro para alojar a un par de personas que vivían bajo el Puente de Manhattan en Brooklyn y un tercero en la galería que permanecería hasta que acabase la exposición, en que fue trasladado a Brooklyn junto a otras chabolas okupadas (cuando las construyen latinos caribeños se llaman “casitas”). El texto mural en esta exposición era del urbanista Peter Marcuse y decía: “La falta de hogar no existe porque no funcione el sistema, sino porque ése es el modo en que funciona”.

La tercera exposición: City: Visions and Revisions (La ciudad: visiones y revisiones), intentaba avanzar hacia la solución de los problemas urbanos: desde nuevos diseños de vivienda en el interior urbano a viviendas para enfermos de SIDA y para mujeres y niños sin hogar, hasta incluso visiones utópicas de la ciudad. En esta exposición se concebía la producción de espacio urbano como resultado tanto de decisiones en materia social y económi ca como de una compleja “metasignificación”. En ella participaron arquitec tos y equipos de urbanistas. No todas las revisiones de la ciudad reflejaban victorias. El lema elegido se tomó en este caso de la revuelta estudiantil de mayo del 68: “Bajo los adoquines, la playa”. El romanticismo de esta frase puede tal vez excusarse en tanto en cuanto nos recuerda que el paisaje cons truido consta de las dos cosas, y que el problema del cuerpo, del placer y, por ello, de la liberación, no puede separarse de una consideración racional de la vida urbana.

A lo largo de todo el proyecto se hizo un esfuerzo continuado por difu minar las fronteras entre dentro y fuera, entre el espacio de la galería concebi do como una gran habitación cuadrangular y como un mundo aparte, como una zona de connotaciones esteticistas. En cada una de las exposiciones se distribuían por la galería sillones y alfombras situados frente a los monitores de vídeo y en las paredes aparecían colgados carteles y otras obras cuyas dimen siones recordaban el haber sido concebidas para instalarse en la calle.

En una sala de lectura se ofrecía una gran variedad de material: desde octavillas convocando manifestaciones a folletos informativos para los inquilinos y la gente sin hogar, activistas y voluntarios. Se ofrecían también álbumes de fotos, estudios históricos, libros académicos y teóricos y presentaciones de proyectos. Esta sala de lectura fue reconfigurada y repin tada para cada exposición y, en su diseño original, las paredes era móviles pues montaban sobre ruedas.

Además de la sala de lectura, en la exposición Homeless se ofrecía la ofi cina de Homeward Bound, una lista de instituciones que incluía desde albergues públicos y privados a puntos de comida gratuitos y un panel con folletos informativos sobre asesoramiento y empleo a disposición del públi co. Homeward Bound organizó reuniones en el refugio sito en la galería y sus miembros participaron en las mesas redondas junto con miembros del albergue de La casa de Emaús.

Mucha gente vió realmente las exposiciones como una fuente de información y utilizó la biblioteca tal como se había pretendido y algunos profesores y profesoras trajeron a sus alumnos y alumnas. Sin embargo, muchos y muchas profesionales del mundo del arte interpretaron el pro yecto como un rechazo de lo artístico. Aunque la mayoría de la obra expuesta tenía indicada su autoría, y su marco y colgaba limpiamente de un muro en el que se habían colocado las etiquetas identificativas corres pondientes, sus principios organizativos derivaban del debate, no artístico, que he descrito aquí. Curiosamente, el carácter abierto de las exposiciones no gustó a algunos críticos y críticas que se habían destacado anterior mente por su desprecio de los principios modernistas.

Me sorprendieron los prejuicios rígidos e inconscientes presentes en algu nos críticos con respecto al público artístico. A pesar de habernos pasado vein te años reflexionando sobre el sistema del arte se produjo una amnesia selec tiva que hizo olvidar a muchas personas que el público del arte no es una entidad fija, sino que está en continuo proceso de cambio, como cualquier otro colectivo. Mucha gente, artistas y estudiantes de arte inclusive, vinieron al SoHo, visitaron las galerías de la Dia y contemplaron las exposiciones. Ade más, los diversos grupos que realizaron las exposiciones y participaron en las mesas redondas trajeron consigo una gran cantidad de público: trabajadores parroquiales, concejales, niños de las escuelas de la ciudad de Nueva York, estudiantes universitarios, arquitectos, urbanistas, activistas, abogados, gentes sin hogar, voluntarios, realizadores de vídeo y cine, pintores, poetas, muralis tas, escultores, periodistas gráficos y fotógrafos artísticos. Cada uno de los actos del proyecto: exposiciones, recitales de poesía, proyecciones cinematográficas, talleres y mesas redondas se publicitaron separadamente y todos ellos desper taron el interés de la gente. Algunas de las octavillas del proyecto no mencio naban la conexión artística y muchos artículos en periódicos de tirada regular ni siquiera mencionaban el aspecto artístico. La heterogeneidad generó hete­rogeneidad y la gente trajo a sus amistades. El corazón del proyecto era la falta de hogar y se dejaron de lado muchos temas cruciales en el debate acerca de la vida en la ciudad. No se con sideró directamente, por ejemplo, el tema del diseño arquitectónico o la con cepción del interior doméstico. No obstante, el proyecto y el libro que le acompañó continúan estimulando a lectores de todo el mundo a reflexionar sobre cómo participar, aunque sea en pequeña escala, en un movimiento activista a gran escala que incluya a los y las artistas y que traiga consigo un análisis complejo de los espacios y de la identidad y vida modernas.